Anochecía. El día se acababa. Las horas cálidas de luz decían adiós mientras los brazos fríos, fuertes e implacables de la oscuridad les abrazaban inmisericordes. El luminoso día daba paso a la misteriosa noche.
Y en medio de aquella insondable negrura de las calles caminaba. A su paso, las débiles sombras de las farolas se erguían intranquilas y vacilantes. Pálida luz. Oscuridad reinante. Intranquilidad. Todo se había transformado en cuestión de unos segundos. Su interior se había tornado en inquietud predominante.
Además, estaban aquellos inquietantes pasos. Cada vez que giraba la cabeza ese golpeteo insistente paraba. Pero resurgía con renovadas fuerzas cuando ya creía estar a salvo. Invisibles. Perseguidores. Intimidantes. Sin dueño. Sin procedencia. Presentes.
Cuánto más débil era la luminosidad de la calle, más rápidos, nerviosos y ansiosos se volvían los pasos. Cada vez estaban más cerca. Más cerca. Mucho más cerca. Ahora los sentía casi a su lado. Empezó a correr. Quería escapar. Quería huir de esa turbadora sensación. Pero no hay salida en la calle. La han acorralado. No puede escapar. Atrapada. Encerrada.
Un turbador escalofrío recorre todo su cuerpo cuando apoya la espalda contra la dura e inamovible pared del callejón. Los edificios se han vuelto infinitos; el cielo, inalcanzable. Interminables tinieblas. Ciega. Encerrada en una trampa mortal.
Los pasos, cada vez más cerca: turbadores, tenebrosos, crueles.
Entonces comprendió que los peligros de la noche eran verdaderos, reales e implacables como un frío, helado y certero puñal.
Noche oscura. Enigmático crepúsculo. Engañosa calma...