miércoles, 16 de septiembre de 2009

El alma, un deseo de la inteligencia

Nuestra razón sólo consiste en nuestras ideas claras. Pero nuestra sabiduría, (lo mejor que hay en nuestra alma y en nuestro carácter), se encuentra principalmente en nuestras ideas que no son todavía completamente claras. Mientras más ideas claras se tienen, más se aprende a respetar las que todavía no lo son. Hay que tratar de tener el mayor número posible de ideas tan claras como sea posible, a fin de despertar en el alma un mayor número de ideas que sean todavía oscuras.

Las ideas claras parecen guiar nuestra vida exterior, pero es indiscutible que las otras se encuentran a la cabeza de nuestra vida íntima; y la vida que se ve acaba siempre por obedecer a la que no se ve. Del número, calidad y potencia de nuestras ideas claras dependen el número, calidad y potencia de nuestras ideas oscuras. Es muy probable que la mayor parte de las verdades definitivas que buscamos con tanto ardor, esperan con paciencia su hora entre la multitud de nuestras ideas oscuras. Importa abreviar su espera. Una hermosa idea clara que despertamos en nosotros no dejará nunca de ir a despertar a su vez a una hermosa idea oscura, y cuando la idea oscura se haya convertido en clara al envejecer, irá, ella también, a sacar de su sueño a otra idea oscura, más hermosa y más elevada de lo que era ella misma en su sombra.

Ideas claras, ideas oscuras, corazón, inteligencia, voluntad, razón, alma: en el fondo, palabras que designan más o menos lo mismo: la riqueza espiritual de un ser. El alma es el más hermoso deseo de nuestra inteligencia, y Dios, tal vez, es el más hermoso deseo de nuestra alma. Conocerse a sí mismo es quizás el único ideal aceptable que nos queda. El más hermoso deseo de nuestra inteligencia no hace otra cosa más que pasar por nuestra inteligencia, y nos equivocamos al creer que la cosecha, porque pasa por el camino, ha sido recogida del camino.

Por la inteligencia empezamos a embellecer ese deseo y el resto no depende enteramente de nosotros; pero ese resto no se pone en movimiento a menos que la inteligencia le dé el impulso. La razón, hija mayor de la inteligencia, debe sentarse en el umbral de nuestra vida moral, después de haber abierto las puertas subterráneas tras las cuales dormitan prisioneras las fuerzas vivas e instintivas de nuestro ser.

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